Aquella niña de
siete años, inserta en paisaje alpino, era encantadora. La llamaban, por su
indumentaria, caperucita azul.
Su encanto físico
quedaba anulado por su perversidad moral. Las personas cultas del pueblo no podían
explicar cómo en un ser infantil podía acumularse la soberbia, la crueldad y el
egoísmo de un modo tan monstruoso.
Sus padres luchaban
diariamente para convencer a Caperucita.
– ¡Llevarás la
merienda a la abuelita!
– ¡No!
Y surgían los
gritos y amenazas. Todo lo que surge cuando hay un conflicto educacional.
Caperucita tenía
que atravesar todos los días, tras la discusión, un hermoso pinar para llegar a
la casita donde vivía sola su abuelita.
Caperucita entraba
en casa de su abuela y apenas la saludaba. Dejaba la cesta con la merienda y
marchaba precipitadamente, sin dar ninguna muestra de cariño.
Había en el bosque
un perro grande y manso de San Bernardo. El perro vivía solo y se alimentaba de
la comida que le daban los cazadores. Cuando el perro veía a Caperucita se
acercaba alegre, moviendo el rabo. Caperucita le lanzaba piedras. El perro
marchaba con aullido lastimero. Pero todos los días el perro salía a su
encuentro, a pesar de las sevicias.
Un día surgió una
macabra idea en la pequeña, pero peligrosa mente de la niña. ¿Por qué aquel
martirio diario de las discusiones y del caminar hasta la casa de su abuela?
Ella llevaba en la
cesta un queso, un pastel y un poco de miel. ¿Un veneno en el queso? No se lo
venderían en la farmacia. Además, no tenía dinero. ¿Un disparo? No. La escopeta
de su padre pesaba mucho. No podría manejarla.
De repente brilló
en su imaginación el reflejo del cuchillo afilado que en su mesita tenía la
abuelita.
La decisión estaba
tomada. El canto de los pájaros y el perfume de las flores no podían suavizar
su odio. Cerca de la casa surgió de nuevo el enorme perro. Caperucita le gritó,
lanzándole una piedra.
Llamó a la puerta.
– Pasa, Caperucita.
Su abuela
descansaba en el lecho. Unos minutos después se oyeron unos gritos.
Cuando el cuchillo
iba a convertirse en un instrumento mortal, Caperucita cayó derribada al suelo.
El pacífico San Bernardo había saltado sobre ella. Caperucita quedaba
inmovilizada por el peso del perro. Por el peso y el temor: Por primera vez, un
gruñido severo, amenazador, surgía de la garganta del perro.
La abuelita, tras
tomar un copa de licor, reaccionó del espanto. Llamó por teléfono al pueblo.
Caperucita fue
examinada por un psiquiatra competente de la ciudad. Después, la internaron en
un centro de reeducación infantil.
La abuelita,
llevándose a su perro salvador, abandonó la casa del bosque y se fue a vivir
con sus hijos.
Veinte años
después, Caperucita, enfermera diplomada, marchaba a una misión de África.
-¿A qué atribuye
usted su maldad infantil? –le preguntó un periodista.
–
A la televisión –contestó ella subiendo al avión.
En África,
Caperucita murió asesinada por un negro que jamás vio un televisor, pero había
visto otras cosas.